miércoles, 22 de junio de 2011 | By: Aline

Alheia, el llamado de la sangre. Capítulo I

Alheia
El llamado de la sangre


Caos

            De pronto, el silencio se cernió sobre el bosque de una manera en que nunca había ocurrido en todo lo que llevaba de vida, no había ave que piara, ni ardilla que royera la cáscara exterior de una bellota, aquello tan inusual provocó una oleada de terror en el cuerpo de la mujer que, con él corazón contrariado, dejó caer el cuerpo del venado al suelo y comenzó a llorar sin motivo aparente.
            Sus extremidades se movieron ágiles, la piel de sus pies se rompió al contacto con las piedras filosas en la tierra, su respiración era desigual y en su costado apareció la clásica punzada por no respirar como era debido al hacer ejercicio, pero aún a pesar de lo incómodo que le resultaba la situación, ella no lo notó, sus pensamientos tenían sólo una forma: La aldea, su gente… su familia.
Llevaba un buen tramo recorrido, esquivando árboles, raíces que sobresalían y ramas bajas, cuando el silencio se rompió por el ruido de los cascos de caballos acercándose, Alheia, con el rostro contrito y no dispuesta a dejarse atrapar por quien fuera que estuviera merodeando el territorio, se detuvo en seco y buscó refugió trepando a un árbol de frondoso follaje, el que le permitía no ser vista por nadie, pero ella ver todo a su alrededor sin temor, sin embargo, cuando estuvo instalada en una rama lo suficientemente alta y gruesa; el horrible aroma de carne quemada llegó hasta su nariz, seguida por el olor de la madera que se chamuscaba. Alheia, horrorizada, miró hacia arriba haciendo a un lado un par de ramas que le impedía ver el amplio cielo y divisó hilos de humo negro que se esparcían en dirección del viento. Sudaba frío y su respiración ya no podía ser más complicada en ese momento. Las columnas negras venían de la aldea.  

Gritaron en una lengua desconocida para ella, Alheia bajó la vista y soltó despacio las ramas que había apartado, unos metros bajo ella, un par de soldados se habían detenido, justo a un lado del grueso tronco de su refugio. Ella se contuvo de gritar, pero su mano viajó a su pecho, como intentando contener el rápido latir de su corazón nervioso, los había reconocido porque uno de ellos, con la capa al viento, llevaba en él  la imagen del perro de la muerte, el símbolo supremo del reino vecino. ¿Qué hacían ahí? No era muy difícil de adivinar, intentaban invadir Irión en un ataque sorpresa. A Alheia, este descubrimiento la dejó helada, la posibilidad de que se vieran descubiertos era un riesgo muy grande como para dejar a alguien vivo. El caballo con la armadura puesta relinchó en protesta ante el intento de su jinete a seguir adelante. El hombre cubierto de pies a cabeza le gritó algo al otro y obligó al animal a seguir adelante, internándose en el bosque.
Alheia se dejó caer al suelo cuando los cascos se escucharon lo suficientemente lejos como para no oír sus movimientos y comenzó a correr nuevamente hacia su hogar.

― ¡Imawen, Theil! ―gritó cuando estuvo cerca, saltando entre troncos caídos y subiendo hacia la colina en donde se erigía su pueblo, sus ojos veían horrorizados el fuego que aún quedaba y las numerosas columnas de humo negro y desagradable olor, la ceniza caía en su cara mientras saltaba una  pequeña muralla de piedra y finalmente se detenía para observar que todo lo que ella amó... estaba destruido.

            Alheia reconoció el cuerpo maltrecho de su mejor amiga, cubriendo con desespero el cuerpo de su hijo recién nacido, también muerto y cubierto de cenizas que, seguramente, habían terminado por asfixiarlo, más allá de ella, la casa en la que vivía se encontraba en llamas y el cuerpo calcinado de un hombre se encontraba apoyado en una roca del jardín, con una enorme herida en el estómago, sus ojos estaban abiertos aún, pero no la veían. Alheia dejó escapar un sollozo mientras dejaba atrás a su amiga y a su familia y se internaba en el centro del caos, donde hombres y mujeres, ancianos y bebés se encontraban tirados en sendas charcas de sangre, o quemados hasta no reconocerse. Alheia sabía que era poco probable, sabía que lo que estaba hacia el otro extremo del pueblo, hacia el lado del risco, no era algo bonito sino una cosa que iba a desear olvidar y la atormentaría por el resto de su vida, pero ella no se detuvo, siguió caminando, tratando de obviar los cadáveres de su gente y con el propósito claro de llegar a su hogar y cuando lo hizo, cuando vio ese par de casas a medio consumir por las llamas, echó a llorar y a correr, gritando el nombre de sus familiares.
            Pronto, su corazón se contrajo y comenzó a rajarse, el cuerpo de su madre fue el primero que logró encontrar, la flecha que atravesaba su cuello la había matado al instante, pero la expresión en su rostro la perturbó como nada en su vida. Había intentado gritar y lágrimas secas cubrían su pálido rostro. Alheia, extendió su mano y con cuidado bajó los párpados helados de la que la había traído al mundo y volvió a mirar a su alrededor. Siguiendo la dirección en la que miraba su madre, se acercó a la muralla en la que ella se había encaramado tantas veces cuando niña y miró al vacio, donde otro cuerpo; que ella reconoció, se encontraba atravesado por una lanza. Su padre estaba demasiado abajo como para alcanzarlo y tocarlo por última vez. Alheia se apartó, se preguntaba el por qué tenía que ser así,  por qué de todos los lugares por los que hubieran podido cruzar, se les ocurrió justo este.

 ―Alheia…

            La susodicha se volteó rápidamente al escuchar su nombre, reconocía esa voz tan amada, la de su marido, su amigo y compañero. Rió al verlo apoyado en la muralla, lo suficientemente lejos como para no notarlo cuando entró al jardín, corrió hacia él y se dejó caer a su lado sosteniendo su rostro ensangrentado y cubriéndolo de besos al verlo vivo.

― ¿Dónde está Imawen? ―le preguntó en medio de su llanto mientras él acariciaba torpemente su antebrazo.

            Él la miró, sus ojos se veían cada vez más opacos. Había furia en ellos, una furia hacía sí mismo, la impotencia lo estaba carcomiendo por dentro, Alheia se daba cuenta de esto mientras caía en la cuenta que a su hija le había ocurrido algo peor que la muerte.

― ¿Dónde está? ―insistió, la desesperación fue tomando terreno― ¡¿Theil, dónde está Imawen?!

            El hombre dejó escapar una lágrima.

―Se la han llevado… junto a la mayoría de los niños―pronunció dificultosamente. Alheia palideció.

― ¿Qué?

― Creo que los venderán como esclavos… eso es lo que entendí. Perdóname, por no haber…

―Theil―le dijo mientras besaba su frente y lo abrazaba con fuerza, este a duras penas la correspondió.

―Tienes que alcanzarlos―musitó―antes de que se mezclen entre los nuestros.

―Primero tengo que curarte―apresuró a decir mientras se apartaba y caía en cuenta que su pareja tenía una herida en el estómago por la cual seguía brotando una gran cantidad de sangre.

            Alheia no era tonta, sabía que esa herida no podría curarse, al menos no en ese lugar, sin nada con la que pudiera coserlo y vendarlo. Su pueblo estaba lo suficientemente aislado como para no lograr llevarlo a algún lado.
            ¡Esto no podía estar pasando! Se dijo mientras volvía a abrazarlo y a llorar, él acarició su espalda, furibundo.

―Debí estar aquí―susurró.

―No, no debías―respondió―tu deber es encontrarlos.

            Ella asintió quedamente, él sonrió contra su pecho. El aroma de su mujer lo inundó y las imágenes de ellos dos cuando aún eran niños lo invadieron, habían sido grandes momentos, unos muy hermosos recuerdos.

―Theil, buen viaje… amor―los brazos de él comenzaron a soltarse, a volverse flácidos y resbalar por la espalda de ella, incapaces de mantenerse en el sitio que él quería.

―Tú también, amor―susurró y cerró los ojos―encuéntrala.

            Alheia supo que había muerto, que él ya no abriría sus ojos como todas las mañanas, que no le sonreiría cuando se despidiera para ir de casería o a arrear el ganado, que no lo escucharía reír cuando cargara a su hija en brazos, ni lo vería entrar cansado por la puerta ni acostarse en las noches a su lado. Theil había muerto, toda su gente había muerto, excepto su hija y no sabía cuántos niños más que iban a sufrir un destino peor si no lograba alcanzarlos. 


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