jueves, 14 de julio de 2011 | By: Aline

Beyond of Times: Arrive

Capítulo III: Arrive.

El Aeropuerto Internacional de Toronto estaba atestado de gente, tanto que la temperatura baja del ambiente fuera de él no se sentía, además de ello e intentar moverme entre toda esa gente alta para mí era difícil, pues debía estar constantemente mirando sobre las puntas de mis pies en busca de mi tío, al que no había visto en los últimos seis años.

Fue entonces cuando lo vi, con su estilo histriónico levantaba un pequeño cartel con mi nombre en japonés lo suficientemente alto como para que yo pudiera verlo entre el gentío. Su rostro me recordaba exageradamente a mamá, tenía la misma forma de cara y los ojos del mismo color, aunque los de él era pronunciadamente más rasgados y pequeños.

Él me abrazó con fuerza al tenerme a su lado, aún cuando yo sólo le dediqué un par de palabras y una reverencia. Para la sociedad en la que estaba acostumbrada a vivir, un abrazo era una muestra de afecto extremadamente íntima y por eso se tendía más bien a saludar agachando el torso en ángulo, en forma de respeto, ahora recordaba que estar en otro país con una mentalidad completamente distinta al que nací y con más libertades morales incluso, sería algo a lo que me costaría adaptarme. Por lo menos eso pienso, además de tratar de entender a la perfección todo lo que me decían en inglés.

Diré que no soy una experta y que en la escuela me más enseñaron el inglés británico, que el estadounidense y ni hablar del canadiense.

Creo que el acento será lo más dificultoso, sólo espero no hacer el ridículo cuando llegue al instituto.

Tío Hajime prendió el calefactor cuando estuvimos dentro del auto, el frío afuera era espantoso, incluso para mí… a mediados de octubre en Tokio, la temperatura no era tan baja. No creo que estemos a más de seis grados.

Él me hablaba sobre la cama nueva y la reorganización de la pieza de Keiko, mi prima con la que nunca tuve una relación muy estrecha, donde dormiría hasta que la buhardilla estuviera en condiciones optimas para ser habitada por mí.

Dice que la habitación que ocuparé, quizás en una semana más como máximo, estaba llena de telarañas y hongos porque la usaban más bien como una bodega para todos los viejos cachivaches que sus hijos descartaban y que Tía Arima no se atrevía a botar. El estado de la habitación era horrible, así que cuando tuvieron la certeza de mi llegada, comenzaron a despejar el lugar, botando a la basura lo inservible y regalando los objetos que podían salvarse, que habían desinfectado las paredes y las habían empapelado con un bonito mural, él aseguraba que venía a mi estilo… yo no estoy muy segura de ello, y que habían comprado un nuevo armario, arreglado un escritorio que él alguna vez usó para que pusiera mi computadora, un librero viejo que tenían sin utilizar desde hace años y una pequeña cómoda para guardar la ropa que no dejaba en el armario. Eso, sin contar la cama que habían mandado a arreglar y que ahora reposaba en la pieza de mi prima hasta que terminaran con un pequeño problema con el seguro de la ventana y el de la puerta, más una nueva estufa que estaban instalando.

Toronto era una ciudad enorme, tan enorme como lo era Tokio, mientras pasábamos por el centro, me fijaba en los grandes rascacielos y los grandes monumentos, la gente iba y venía por todos lados, concentrándose en las estaciones de tren y los parques. Tenía suerte de haber llegado un fin de semana, que por cierto no era como en Japón, donde el sábado era día de semana mientras que aquí era día de descanso.

Los suburbios eran más llamativos aún, sus casas eran más bien de un lindo estilo victoriano. ¡Cierto!, ahora recuerdo que desde el octubre del año pasado he estado viendo en la televisión una serie dónde tres hermanas brujas viven en una casa como estas.

― Allá está nuestra casa, sobrina―Tío Hajime me guiñó el ojo rápidamente―Es esa, la de color rojo.

Oh, dios, era como ver la casa de las Hechiceras.

Jueves 17 de Marzo, 01:38 hrs.

Alheia: Capítulo IV

Pasantes


El viejo líder apretó la mano fuertemente del jefe de los pasantes, la sonrisa de ambos atestiguaba que eran bienvenidos en el pueblo para quedarse tanto como fuera necesario.

Alheia miró intrigada desde lejos junto a los demás jóvenes de la aldea, haciendo una pequeña diferencia… ella siempre había sido curiosa con todo lo extraño, así que no dudó en encaramarse en un árbol y observar desde allí, a pesar de que el viento helado del invierno azotara su cara.

Desde abajo, las chicas de su edad gritaban ansiosas por saber qué es lo que veía y Alheia les transmitía muy escuetamente las acciones de sus padres y del líder ante las inesperadas visitas.

Theil se trepó a la rama junto a la de ella, Alheia emitió un bufido al verlo. Cierto era que se había vuelto más ágil por su estirón. De acuerdo, llegaba hasta ser intimidante por la altura que presentaba a sus cortos trece años, a cambio ella… había crecido poco, sus caderas se había ensanchado y sus pechos habían crecido ¡y hasta llegaban a molestarle! Todas esas diferencias físicas, la hacían enojarse. Por tanto, mantuvo la vista al frente para fijarse en un muchacho que desde el principio, y muy descaradamente, le había llamado la atención.

Se notaba a kilómetros que él era mayor que ella, sus facciones lo delataban, alto, casi del porte de su padre; desgarbado, con el cabello castaño y la piel tostada, pero desde lo lejos que estaba apenas podía distinguir que el color de sus ojos era negro… o algún color que llegara a ser tan oscuro y que su nariz era más bien larga.

El corazón de Alheia golpeó fuertemente contra su pecho cuando el desconocido, como si hubiera sentido su presencia, volteó a verla directamente y le sonrió. Alheia supo que esa sonrisa era para ella, que nadie más la recibía. Se sintió tonta y torpe, más no le importó que el resto le gritara que querían saber qué ocurría, ella alzó la mano y en un gesto tímido, incluso para ella, le saludó.

Él muchacho, en cambio, alzó sus labios y mostró sus dientes, haciendo que las mejillas de Alheia se arrebolaran.

― ¿Qué haces? ―Theil saltó a su rama y bajó su mano en un gesto brusco.

―No molestes―bufó en respuesta y sin mirarle.

―Es un completo desconocido―le señaló.

―No creo que por mucho―sonrió emocionada, casi podía decir que gritaría de felicidad ante la posibilidad de un futuro encuentro. Así que cuando vio que los adultos se disponían a regresar a sus labores y que las familias que componían a los pasantes eran guiadas por algunos hacia sus hogares, Alheia saltó del árbol y cayó grácilmente en la nieve, como si se tratara de un gato.
Podía regodearse ante todas las chicas que ella era la más fuerte y ágil de todas ellas.

― ¡Papá! ―llamó mientras sus gruesas botas se hundían en el manto blanco. Él giró su rostro y alzó la mano en un saludo a su hija. Alheia corrió, superando las dificultades del terreno y se estrelló contra el costado de su padre, rodeándolo con sus brazos.

―Ella es mi niña, Alheia Varileth―dijo con la seriedad que lo caracterizaba antes de que su padre la tomara cariñosamente del hombro para presentarla a un par de desconocidos en los que recién caía en cuenta. Quiso morir cuando se percató que el hombre mayor con el que hablaba su progenitor, tenía al lado al muchacho al que había saludado.

―Tiene usted una hija muy bella―respondió el hombre. Alheia sonrió nerviosa―debe tener una gran cantidad de pretendientes, ¿no le preocupa?

Su padre rió en contestación.

― ¿Preocuparme? Que no le engañe su apariencia―respondió con gran dicha, Alheia sintió subir sus colores a sus mejillas al saber lo que vendría―sé muy bien que mi hija es bella, pero por dentro es un fierecilla indomable. Creo que nunca seré abuelo, temo que espanta a todos los muchachos del pueblo.

Roja como una manzana en plena primavera, Alheia bajó la vista instintivamente, incapaz de mirar al muchacho frente a ellos.

―Pues con la velocidad en que ha saltado y corrido hasta aquí, creo que una muchacha así es sorprendente.

Alheia dejó escapar el aire retenido y alzó el rostro para ver al muchacho que, efectivamente, tenía los ojos negros como el carbón.

―Muy buenas palabras, hijo―sonrió el hombre junto a él.

― Deberías decirle eso a mí madre―se atrevió a decir. El muchacho la miró unos segundos antes de responder con enorme sonrisa.
―Por supuesto, se lo diré con mucho gusto.